Una gestión de obligado cumplimento, para todo aquél que
vive en Madrid, es ir en metro. En él suelo observar cómo las personas se
abandonan. La gente que muestra lo mejor de sí misma en el exterior no
encuentra motivos para ocultar su decadencia bajo tierra. En el metro puedes encontrarte a la señora que lo da
todo por colarse en la caja del supermercado, desplomada en un asiento de plástico
meado, bajo esa luz de garaje que hace a todas las personas iguales, que desvela el maquillaje grano a grano
revelándolo superfluo e inútil. Quizá para
esa señora maquillarse sea vital para poder dar una imagen que al menos la
conforme, pero en el metro sólo cabe la resignación. Quizá por eso la mirada
muerta, sin ninguna intención aparente. La piel de su cara debido a su edad se
descuelga sin ninguna expresión que la sostenga, conformando una boca triste
inmotivada.
Creo que existe el consenso implícito de no hablar de lo que
ha ocurrido en el metro afuera. La gente no toma en cuenta que el de enfrente
se hurgue la nariz, todos somos el de enfrente. La persona de enfrente parece angustiada, la
miras y sabes que tú también lo estás, como si de un espejo de alma se tratase. De dónde viene tanta angustia cuando
todo carece de importancia. La apatía es un virus activo que te mantiene como
un ser doliente, es un dolor que se integra en tu día a día de tal forma que se
hace irrelevante, pero no por ello es inexistente. Cuando uno es demasiado adulto y maduro como para lamentarse, se
corre el riesgo de creer que la pena y la frustración, ya no existen, y entonces ya no cabe la más mínima
esperanza.
Es imposible saber en
qué momento se escuchará el mayor estruendo bajo el túnel negro, el tren
chirría entre las vías de metal y eso lo sabemos todos, pero no vemos nada,
tenemos que acostumbrarnos a un ruido desagradable que no podemos ver, porque
no vemos de dónde procede. Cuánto queda para llegar a mi parada de metro, llegaré tarde a trabajar, no sé
si podré aguantar mucho más en este lugar. Aguantaré lo que me toque, en
realidad. Cuando tienes trabajo puedes dejar el piloto automático y suicidarte,
una máquina siempre será más eficaz que una persona porque no piensa. El
pensamiento me hace torpe y me impide hacer bien mi trabajo. Me miro reflejada
en la ventana del tren, tratando de encontrarme, pero mis ojos hundidos se
convierten en dos agujeros negros,
es por la luz -me digo-, la luz viene de
arriba y las cuencas de mis ojos quedan en sombra. En el reflejo de la ventana sólo se iluminan
las partes de mi cara inexpresivas, mi identidad queda en sombra. En el metro
nadie aspira a ser alguien especial.