Una gestión de obligado cumplimento, para todo aquél que
vive en Madrid, es ir en metro. En él suelo observar cómo las personas se
abandonan. La gente que muestra lo mejor de sí misma en el exterior no
encuentra motivos para ocultar su decadencia bajo tierra. En el metro puedes encontrarte a la señora que lo da
todo por colarse en la caja del supermercado, desplomada en un asiento de plástico
meado, bajo esa luz de garaje que hace a todas las personas iguales, que desvela el maquillaje grano a grano
revelándolo superfluo e inútil. Quizá para
esa señora maquillarse sea vital para poder dar una imagen que al menos la
conforme, pero en el metro sólo cabe la resignación. Quizá por eso la mirada
muerta, sin ninguna intención aparente. La piel de su cara debido a su edad se
descuelga sin ninguna expresión que la sostenga, conformando una boca triste
inmotivada.
Creo que existe el consenso implícito de no hablar de lo que ha ocurrido en el metro afuera. La gente no toma en cuenta que el de enfrente se hurgue la nariz, todos somos el de enfrente. La persona de enfrente parece angustiada, la miras y sabes que tú también lo estás, como si de un espejo de alma se tratase. De dónde viene tanta angustia cuando todo carece de importancia. La apatía es un virus activo que te mantiene como un ser doliente, es un dolor que se integra en tu día a día de tal forma que se hace irrelevante, pero no por ello es inexistente. Cuando uno es demasiado adulto y maduro como para lamentarse, se corre el riesgo de creer que la pena y la frustración, ya no existen, y entonces ya no cabe la más mínima esperanza.
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