domingo, 7 de junio de 2015

Madrid

Una gestión de obligado cumplimento, para todo aquél que vive en Madrid, es ir en metro. En él suelo observar cómo las personas se abandonan. La gente que muestra lo mejor de sí misma en el exterior no encuentra motivos para ocultar su decadencia bajo tierra. En el metro puedes encontrarte a la señora que lo da todo por colarse en la caja del supermercado, desplomada en un asiento de plástico meado, bajo esa luz de garaje que hace a todas las personas iguales,  que desvela el maquillaje grano a grano revelándolo superfluo e inútil.  Quizá para esa señora maquillarse sea vital para poder dar una imagen que al menos la conforme, pero en el metro sólo cabe la resignación. Quizá por eso la mirada muerta, sin ninguna intención aparente. La piel de su cara debido a su edad se descuelga sin ninguna expresión que la sostenga, conformando una boca triste inmotivada.  

Creo que existe el consenso implícito de no hablar de lo que ha ocurrido en el metro afuera. La gente no toma en cuenta que el de enfrente se hurgue la nariz, todos somos el de enfrente.  La persona de enfrente parece angustiada, la miras y sabes que tú también lo estás, como si de un espejo de alma se tratase. De dónde viene tanta angustia cuando todo carece de importancia. La apatía es un virus activo que te mantiene como un ser doliente, es un dolor que se integra en tu día a día de tal forma que se hace irrelevante, pero no por ello es inexistente. Cuando uno es  demasiado adulto y maduro como para lamentarse, se corre el riesgo de creer que la pena y la frustración, ya no existen, y entonces ya no cabe la más mínima esperanza.

 Es imposible saber en qué momento se escuchará el mayor estruendo bajo el túnel negro, el tren chirría entre las vías de metal y eso lo sabemos todos, pero no vemos nada, tenemos que acostumbrarnos a un ruido desagradable que no podemos ver, porque no vemos de dónde procede. Cuánto queda para llegar a mi parada de metro, llegaré tarde a trabajar, no sé si podré aguantar mucho más en este lugar. Aguantaré lo que me toque, en realidad. Cuando tienes trabajo puedes dejar el piloto automático y suicidarte, una máquina siempre será más eficaz que una persona porque no piensa. El pensamiento me hace torpe y me impide hacer bien mi trabajo. Me miro reflejada en la ventana del tren, tratando de encontrarme, pero mis ojos hundidos se convierten en dos agujeros negros, es por la luz -me digo-, la luz viene de arriba y las cuencas de mis ojos quedan en sombra.  En el reflejo de la ventana sólo se iluminan las partes de mi cara inexpresivas, mi identidad queda en sombra. En el metro nadie aspira a ser alguien especial.

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